Tras casi un año sin noticias, ayer recibí un correo de Gustavo. Me pedía una carta de recomendación para un puesto en una universidad francesa. Por supuesto, accedí al instante.
Gustavo es uno de los socios con los que mejor me llevé en MASSIF. La proximidad cultural hizo mucho por nuestra relación, pero el viaje a Salónica fue definitivo. La visita surrealista a las tumbas de Vergina con un grupo de griegos locos perdidos en la autopista es, sin duda, una de las mejores anécdotas que tengo de los proyectos europeos.
Su grupo quizás no fueron los que más y mejor contribuyeran al proyecto, pero sorprendentemente me caen todos bien: Gustavo, Hervé, Malek.
Y con esas premisas me pide una carta de recomendación. A mí y no a Rodrigo. Chico listo.
Mi primer pensamiento es: "Menuda responsabilidad". Quiero hacerlo bien, quiero dejarlo bien, quiero ayudarlo. Pero no sé qué escribir. Sobre todo porque puedo decir mejores cosas de su persona que de su técnica. Pienso que eso es mucho más importante, pero si se postula para profesor, la técnica debe pesar.
Tampoco quiero que la carta sea larga, pero resulta complicado ser conciso si se quiere explicar lo buena que es una persona. Considero que la carta debe mencionar su técnica, su capacidad como profesor, y sus cualidades personales. Si recibiese una carta de una persona con menos características no me diría nada.
Para colmo, es la última tarea que emprendo por la tarde antes de irme de cervezas con mis compañeros de trabajo. Y me están apremiando. Pero cómo cuesta el inglés por las tardes. Cada vez tengo menos vocabulario y me expreso peor. Debería volver a tomar clases...
Termino la carta. Creo que es demasiado entusiasta. Espero no haberme pasado. Me encantaría que alguien me describiese igual. Le mando la carta a Gustavo, para que me dé su opinión. Le encanta. El martes próximo se la firmo con membrete de la empresa.
Ojalá sirva para algo. Me encanta ayudar.
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