En una de las esquinas de dos avenidas principales se yergue un ciruelo. Para mí es el árbol más bonito de Madrid porque en primavera se cubre todo él de flores blancas que contrastan con el cemento y el ladrillo que hay a su alrededor. Es un árbol esbelto, no demasiado alto, de copa ancha, solitario y de esplendor níveo.
Pero esta primavera el árbol apenas ha sacado flores. Una gran parte de su copa permanece vacía y es evidente que por ahí no va a retoñar. Es un árbol enfermo. El año pasado su tronco ya sangraba savia que cristalizaba sobre su leña. Era cuestión de tiempo que empezara a declinar. ¿Cuántos años pueden quedarle de vida? Es difícil de saber. Pero un día llegarán los servicios del ayuntamiento y lo talarán sin ningún miramiento, y de él solamente quedará un tocón muerto que no hará justicia al hermoso árbol que una vez fue.
En cierta medida, este ciruelo me recuerda un poco a mi abuela, que ahora mismo está ingresada en el hospital. Llegó allí por retención de líquidos y lleva más de una semana por síntomas diversos, incluyendo un terrible enfriamiento. El bajón físico que ha dado es muy considerable. Son 96 años, es verdad, pero hasta hace unas semanas gozaba de una salud impresionante, quitando el dolor de la pierna que la tenía retenida en casa. Ahora he llegado a considerar que mi abuela se esté muriendo. No sería descabellado a su edad, pero me da pena igual. Y ¿qué se puede hacer en estos casos? No mucho.
Subir al hospital siempre es una mezcla de amor y obligación, nunca a partes iguales. En ese sentido, es admirable que mi madre suba cada día dos veces a atender a mi abuela. Para ella es obligación claramente, dado que es su suegra y nunca ha tenido especial cariño por ella. Tampoco diría que es amor por mi padre, quien su estado de salud tampoco le permite pasar demasiado tiempo en el hospital con su madre. Mi madre lo hace porque es lo que toca hacer. En ese sentido, mi madre es de la vieja escuela. Para ella la situación es un poco injusta, cuando somos dos nietas las que podríamos estar al pie del cañón y no lo hemos hecho, bien por egoísmo, o simplemente porque nadie nos ha dejado asumir la responsabilidad.
Yo subo a ver a mi abuela cuando buenamente puedo y quiero. Sí, hay mucho de amor y mucho de obligación en mis visitas. También hay mucho de hipocresía y de cumplir con las normas sociales. Es curioso, porque los únicos que podrían echarme algo en cara serían mis padres (jamás lo harían) y mi propia abuela, lo que opine el resto me resbala. Y sin embargo, seguimos cumpliendo con lo que se espera de nosotros, porque es un programa que tenemos grabado a fuego en nuestra mente. No somos tan libres como creemos. No somos tan libres porque creemos que no podemos serlo, porque creemos que es tan difícil. Y sin embargo es sumamente sencillo. Pero somos animales de costumbres y tradiciones.
El hospital tiene algo que me tranquiliza: serán las paredes de color celeste, la luz tenue de las habitaciones, o cierto silencio generalizado (a pesar de que el vecino de la habitación contigua ponga la televisión a todo volumen). Podría quedarme horas allí, no se me hace tan pesado como pudiera parecer. Allí no tengo que hacer nada, salvo intentar no incordiar demasiado. Allí simplemente puedo estar, simplemente puedo ser. Puedo leer con tranquilidad, puedo reflexionar serenamente, puedo meditar, puedo caer en mis fantasías, puedo dormir. La habitación tiene algo de escondite: nadie podría encontrarme allí, y eso me encanta.
Me pregunto si mi abuela no se aburre de estar allí sin hacer nada, pero luego recuerdo que cuando uno está enfermo no tiene ganas de nada más que de dormir.
Mi abuela comparte habitación con una enferma de alzheimer. A pesar de la crueldad de esta enfermedad, tiene un punto cómico: dicen las cosas sin ataduras mentales y resultan tremendamente acertadas. Las enfermeras son muy cariñosas con ella; sienten pena de que la familia la tengan tan abandonada. Ayer la enfermera le preguntó a quién iba a votar. Ella dijo: "al mejor". Me resultó gracioso, fue una buena contestación.
Y así pasan los días, entre médicos, pastillas, pruebas y comidas. Esperando una especie de liberación de una forma u otra que alivie la sintomatología y quizás la realidad tal y como se desarrolla en estos momentos.
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