A estas alturas, no creo que nadie desconozca el término "zona de confort". Últimamente parece un lugar muy denostado y sólo recibo mensajes para salir del mismo. Pero a todos nos gusta lo conocido, lo seguro, ¿qué hay de malo en disfrutar de ello un poco?
El problema es que la mayoría de las veces no sabemos que estamos en esa zona de confort. Somos ciegos a los límites de la misma. Pero si llegamos a divisar esos límites, a la mente no le gusta que nos salgamos de ella, porque supone mucho esfuerzo, especialmente lidiar con la incertidumbre. Para ello la mente va a generar muchos pensamientos que intentan evitar la salida de esa zona. La mente es muy lista y sabe a qué debilidad apelar dentro de nosotros para motivar la inacción. Muchas veces es miedo, otras juega con nuestra pereza. Siempre sabe cuál es la debilidad más fuerte y juega sucio. Como diría Rafa, desde la mente jamás vamos a motivarnos para salir de la zona de confort.
Esta noche he tenido una experiencia algo parecida a la que tuve en Magdeburg en el 2009. Creía que había hablado de esta experiencia en este blog, pero no encuentro ninguna entrada, salvo la crónica del viaje de vuelta, que aún me parece divertido. A aquella experiencia yo la llamé "la lección de la oscuridad". En diciembre de 2009 estaba en Magdeburg por una reunión. Había quedado con mis socios para tomar Glühwein en el mercadillo navideño. Eran las cinco de la tarde, pero parecían las once de la noche, porque la noche era cerrada. Pereza máxima. Tengo algún recuerdo similar en Estocolmo a las cuatro de la tarde un mes de noviembre. El caso es que fui a la cita y me encontré con que el mercadillo bullía de actividad. Entonces me di cuenta de que la noche solamente era una excusa y que se podía vivir a pesar de ella.
Hoy quería ir a ver a mi abuela, que sigue convalenciente. Era ya tarde y la pereza sólo incitaba a meterme en la cama de nuevo. Si algo me ha movido es reconocer que mañana tendría mucha más pereza aún tras regresar del gimnasio, habida cuenta que tengo que hacer la maleta para marcharme a Lovaina el martes. He pensado también que si no iba esta noche, quizás no volvería a verla. Y así he salido por la puerta de casa.
Sorprendentemente en la calle hacía menos frío del que pensaba, había una gran paz en la atmósfera, y la sensación era agradable. Es algo parecido a la experiencia de la ducha fría: mi mente me había dado un montón de argumentos para no ir a visitar a mi abuela: frío, pereza, posibilidad de aplazar la visita a mañana, etc. No era para tanto, no suponía un esfuerzo tan grande. Es más: me sentía muy bien.
Y entonces me ha venido a la mente el proceso de annealing que estudié en electrónica, que ya no recuerdo bien si se usaba para los algoritmos de rutado de PCBs, pero tampoco es importante. En el annealing se partía de que el estado inicial del proceso quizás no fuera el mejor, aun siendo favorable, así que era necesario hacer una búsqueda de otros estados más óptimos y saltar a ellos. Un cambio de estado sólo era posible cuando había energía suficiente (calor) para dar el salto.
Siguiendo con la metáfora, la zona de confort, sería un estado estable, pero en él sólo cabe el enfriamiento, no hay espacio para la evolución. Puede que inicialmente no sea un mal estado, pero terminará siéndolo, a pesar de que nos podemos sentir muy a gusto en él en un momento dado. Y si no es así, ya se encarga la mente de darnos razones para no saltar, que las encontrará, por jodidos que estemos en la zona de confort, y nos hará creer que son suficientemente buenas razones como para permanecer. Una vez que nos hemos enfriado demasiado, ya no podremos saltar a otro estado. Y de ahí sólo cabe la muerte. La muerte como enfriamiento total.
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