Sonia, Alberto y yo nos hemos quedado los últimos en la cata de De Molen. Son las 23:30 y decidimos levantar el sitio. Ellos van a coger la línea 1; yo tendré que andar hasta Quevedo para coger la 2. Hace una noche estupenda: fresca sin ser fría. Una noche para pasear.
Recuerdo mis noches de clase de salsa, cuando salía a las 2a.m. y pasaeaba por los bulevares desde Atocha a Cibeles o Colón. Me encantaban esos paseos nocturnos, difrutando de la soledad y el frescor de la noche. Podría hacer algo parecido esta noche.
Me pongo a andar, despacio, sin prisa. La calle está atestada de terracitas y de gente. Viernes noche. Paso Quevedo, Canal... Poco a poco el gentío y su algarabía van desapareciendo. Quedamos las calles y yo. Bueno, y algún coche que transita. La sensación es muy placentera: es como si el tiempo hubiese quedado suspendido. Nada importa, salvo ese paseo y la suave brisa acariciando mi piel. Mis pensamientos también son suaves, nada obsesivos. Parece como si mi mente hubiese sido abducida por el entorno.
Llego a Cuatro Caminos y me adentro por Bravo Murillo. Creo que podría llegar a casa andando, pero mis piernas rechazan esa idea. Tampoco es que me apetezca mucho adentrarme en La Ventilla. Y así, voy frenando mi ritmo, hasta que pasa un taxi y me monto.
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