Él era
dios para ella, la máxima expresión del amor, la inteligencia, la creatividad y
la vida que ella podía ver en el mundo. Ella lo amaba más que a su ser, sin medida, y quería que él la
amara de igual forma.
Ella quería
ser como él, no para ser él, no para ser igual que él, sino para sentirse digna
del amor y la atención de él, para saberse a su altura. Quería sentirse
reconocida por él, aceptada por él, valorada, apreciada, incluso adorada. Quería ser trascendental para él, como él lo era para ella. Él era su todo, su mundo, su vida, su amor, su ilusión.
Ella quería ser igual de importante para él, aunque se sentía tan pequeñita a su
lado. A fin de cuentas, un ángel siempre es menor que un dios. Pero ella tenía
la ambición de poder llegar a él igualmente, a pesar de las diferencias entre
ellos.
Aunque
ella lo intentó insistentemente y con ardor, no lo consiguió jamás. Él se ocupaba de marcar las
distancias y señalar las barreras, y cada vez estaba más y más lejos. Por más
que ella insistía, más lejos parecía él. Inalcanzable, como un dios. Distante,
como un dios.
Pero ella
lo amaba, y siguió intentándolo con todas sus fuerzas, aunque cada día le
resultaba más difícil tratar de mantener el paso. Cada día sentía que tenía
menos energía, cada día sentía perder un poquito más la fe en que podría
conseguirlo. Le quedaba la Esperanza, esa pequeña cabrona que le susurraba al
oído que siguiera adelante un poco más, que no se rindiera, haciéndole creer
que aún había tiempo, que había posibilidades, que si seguía luchando podría
conseguirlo.
Entonces
sucedió que el corazón de ella se quebró. El dolor fue tan agudo que toda la
presión que había estado soportando terminó reventando por las cicatrices que
durante este tiempo había ido parcheando. Su corazón, tan fuerte tiempo atrás, terminaba por estallar en mil pedazos.
Y ella cayó
del cielo, y el impacto hizo retumbar la tierra, y su sonido fue perceptible
desde una gran distancia. Los testigos dirían que una estrella fugaz surcó el
cielo en ese momento y se ocultó en el horizonte. Algunos pedirían un deseo de
felicidad.
Tras el
golpe llegó la realidad. Magullada y herida, acurrucada como un animalillo
indefenso, su grandeza perdida. Ya no era un ángel, era un ser mundano más, mediocre, con
el corazón hecho pedazos y las alas rotas. Sólo el dolor era real. El dolor era lo único que le permitía saber que seguía viva.
Mientras, él
seguía allí arriba, tan hermoso y magnífico como siempre, pero ya no estaba a
su alcance.
¿Qué
hacer cuando eres un ángel caído?, se preguntó. Dejarse morir, o seguir
viviendo aunque muerta en vida. Eligió la segunda opción. Se puso en pie y
comenzó a caminar. Todo le parecía yermo y vacío en comparación. A veces
levantaba la vista y veía a su sol brillar allí arriba, ajeno a todo lo de
ella. Y ella no podía sino seguir admirando y amando a aquél. Siempre sería así.
Siguió
caminando, sin rumbo, sin destino, sin guía, sin propósito, sin ilusión, ni pasión. Caminar por
caminar. Siempre sola. “Hasta que el Hacedor me lleve”, pensó. “Quizás se apiade
y me lleve pronto. Me gustaría convertiré en polvo, y mezclarme con la tierra.
Puede que entonces mi cuerpo dé vida, y de mí crezca un árbol, y el árbol
origine un bosque que dé cobijo a otras especies y animales. Mi triste vida no
habrá tenido sentido, pero sí mi muerte”.
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