Hace un
par de días soñé con mi abuelo Ángel. Me sorprendí porque no esperaba
encontrármelo. Su cara era inconfundible, así como su bata azul marino. Tenía
buen aspecto, a pesar del tiempo transcurrido. No tan mayor ni tan caído como cuando falleció, pero lo suficientemente mayor para que yo pudiera reconocerlo. Era él, no me cabe duda, lo pude ver clarísimamente.
Él no me miraba y yo tampoco lo llamé. Simplemente llegaba a la habitación del hospital y se sentaba al lado de la cama de mi abuela en el hospital, esperando, esperándola.
Él no me miraba y yo tampoco lo llamé. Simplemente llegaba a la habitación del hospital y se sentaba al lado de la cama de mi abuela en el hospital, esperando, esperándola.
Hoy he
vuelto al hospital. Al cruzar el portal me ha venido nuevamente la figura de mi
abuelo a la mente. Esta vez sí me miraba y me sonreía, aunque tampoco me decía nada.
Parecía estar esperándome, y se alegraba de verme. Esta vez no era un sueño,
sólo una imagen nítida. Él no estaba allí, pero al mismo tiempo estaba. En otro
plano.
“Hola,
abuelo, me alegro de verte”, le he dicho mentalmente. Y he proseguido caminando hacia la
habitación de mi abuela.
Entonces
he pensado que esperamos ver con los ojos físicos lo que solamente se puede ver
con el tercer ojo, o con el corazón, o con otros sentidos que están más allá de
lo material. Igual que no vemos por el oído por mucho que nos empeñemos, hay informaciones que deben captarse por el canal adecuado. Además, a falta de referencias y sensaciones con las que comparar, que no
somos capaces de apreciar la experiencia que está delante de nosotros. Como los
nativos americanos, que no veían las carabelas de Colón cuando llegaron a tierra, porque en su cerebro no había ningún conocimiento ni ninguna experiencia de la existencia de las embarcaciones. O eso dicen.
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