El lunes fue San Patricio, pero sacrifiqué las cervezas por mi clase de yoga. ¿Quién me lo iba a decir? Me apetecía mucho más sumergirme en la clase que arrasar mi hígado. Me encanta la clase de yoga por tantas razones que quizá “sacrificar” sea una palabra mal elegida.
En la rutina volvimos a hacer la postura sobre los hombros. Su nombre concreto es Sarvangasana, pero en esta clase no se usan palabras para etiquetar las asanas. Simplemente recibimos indicaciones de los pasos para realizarlas, entramos en ellas y nos asentamos, centrándonos en la respiración y en las sensaciones físicas del cuerpo para eliminar cualquier tensión. Pero me gusta conocer los nombres, aunque sean complicados y difíciles de recordar.
Normalmente esta sarvangasana es previa a la postura del arado (halasana). Halasana es una postura que normalmente me resulta incómoda por la respiración. Al estar gordita, siento mucha presión sobre el pecho, me cuesta respirar y me ahogo, así que no es mi postura favorita. Esa incomodidad me impide avanzar en la postura, desaprovechando toda mi flexibilidad.
Sin embargo, la clase de hoy ha sido diferente. Estaba tan sumamente relajada, que mientras hacía sarvangasana he sentido muy claramente la respiración intercostal en la espalda. Una expansión amplia, regular y fluida. Esto me ha recordado el movimiento de las branquias de los peces. Y de repente, un momento de iluminación: no tendría problemas para hacer halasana porque realmente no hay riesgo de ahogo; mis branquias me ayudarían a respirar aunque la parte superior de los pulmones estuviera disminuída.
Así ha sido. Y por primera vez en mucho tiempo me he relajado en halasana y he disfrutado de la inversión plenamente. Es un gustazo poder alargar la columna, sentir que las vértebras se abren, estirar las piernas. Pero lo mejor es la sensación de seguridad que te da la confianza en tu cuerpo, confianza en tus capacidades.