Una de las cosas más difíles de la vida es aceptar que tus padres no lo hicieron bien contigo. Mal tampoco, simplemente no supieron hacerlo mejor. Eso creó una herida y un niño herido que se perpetúa en el adulto que eres hoy, y que tiene enormes implicaciones en la forma en que te comportas.
Para sanar la herida, se usan varias herramientas dentro del curso del niño interior que estoy haciendo. Uno de los ejercicios más duros consiste en decir a tus padres desde el niño, desde la parte más emocional que tenemos, todo lo que no nos gustó que hicieran y todo lo que nos faltó. Si la memoria puede complicar el recuerdo, no es peor que verbalizarlo delante de unos desconocidos que toman sendos roles paternos y sobre los que vuelcas todo tu dolor y toda tu frustración. Lágrimas aseguradas. Es el comienzo de la sanación, que pasa también por un terrible dolor de cabeza con el que me he levantado esta mañana, y la sensibilidad a flor de piel. El tiempo lluvioso, con todo lo que me gusta, tampoco ayuda.
Durante el ejercicio te sientes culpable por sacar la mierda que llevas dentro, por enfrentarte a tus padres apartando cualquier lógica que pueda ampararlos, por llorar en público cuando eso es algo casi prohibido en tu mente, por sentirte débil y herido. Descargas, pero hay mucho que sacar y muy profundo, muy arraigado, muy reprimido. Por eso el ejercicio continua en casa mediante unas cartas donde expresar a cada uno el dolor de tu corazón, y enfrentarlos nuevamente en el famoso ejercicio de la silla vacía. No va a ser fácil, pero creo que después de la sesión de ayer, tampoco será lo peor del mundo. O quizás sí, porque allí no habrá ningún tipo de protección. Al menos no es público.