Nuestra vida está marcada por unas creencias y unos valores transmitidos por nuestros padres y la sociedad. Son aquellos que hemos esculpido en piedra para no olvidarlos nunca, para que fundamenten nuestra personalidad y guíen nuestro paso por la vida. Pero un día, descubrimos que aquello que nos sostenía estaba equivocado, que todo en lo que nos basábamos era erróneo y nocivo.
Así, de repente, en un instante, nuestro mundo se tambalea, se resquebraja, se hunde. Y con ello lo que somos.
Lo que soy.
En un instante, sin saber qué ha cambiado, he dejado de ser válida para mí. Me encuentro perdida en medio del vacío, de la nada más absoluta, esperando lo inevitable: algo que no sé que es pero que me acecha y que se aproxima, inexorablemete, pero lentamente, prolongando la agonía.Realmente no sé si tengo capacidad de acción, ni hacia dónde he de moverme, porque no tengo claras las alternativas (si es que hay alguna).
Mientras lucho por mantenerme en el vacío, sólo puedo recordar la última escena de La Historia Interminable, cuando Fantasía ha sido ya engullida por la Nada y sólo quedan fragmentos dispersos e inertes de lo que una vez fue. Quizá quede un resquicio de esperanza: una semilla de luz que germine en un nuevo mundo si el salvador pronuncia el nombre de la Emperatriz. Pero eso sólo ocurre en las películas de finales felices, cuando el héroe se sobrepone a sus miedos.
En la vida real, no hay héroes, ni finales felices. Sé que queda esperanza, pero no tengo fuerzas para aferrarme a ella, para reconstruirme de nuevo, para empezar de cero. Quizá lo más fácil sea desvanecerse en el vacío.