En unas horas comienza mi viaje. Tokyo, Japón, una tierra lejana que me evoca aventuras, experiencia y conocimiento. Un destino que siempre quise conocer y que, por fin, se hace realidad.
Éste es un viaje que llega un poco a destiempo. Durante mi adolescencia me sentía fascinada por Japón. Hasta me sabía de memoria los nombres de sus islas: Honshu, Kyushu, Hokkaido; conocía sus ciudades, sabía de su población y sus costumbres. Con el tiempo, ese sentimiento desapareció. Pero siempre quedan los rescoldos. Y es en ese fuego terminal donde renace la ilusión perdida. Quizá no haya llama como para quemarse en ella, pero sí calor suficiente para alimentar el deseo de la aventura y superar los miedos que revolotean en mi corazón.
He de decir que es un viaje que me impone mucho: el idioma, la cultura,
la gastronomía, las horas de avión. Todo se me hace inmenso e inabarcable, como una gran
montaña. Aún así no podía negarme a los deseos de mi alma, menos aún cuando este viaje parecía estar dispuesto para mí.
Aquí el destino juega un papel importante. Yo no era la destinataria inicial del viaje. Antes fue ofrecido a dos personas que (afortunadamente), por distintos motivos, rechazaron la oferta. Puede que mis antiguos sueños hayan tardado en cristalizarse desde el plano espiritual en punto del tiempo.
No sé si lo merecía, pero yo no podía dejar pasar esta oportunidad.
Así que me marcho para Tokyo.
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