Diego y yo estuvimos intentando recordar ayer por qué el inglés y yo nos dejamos de hablar. Me costó un montón recordarlo porque prácticamente había olvidado aquél episodio. De hecho me cuesta saber con claridad qué pasó realmente. Ahora aquello me parece una solemne tontería: una cena de Navidad. El inglés no quería tener una comida "tradicional" en el sentido de ir de tapas, y yo me enfadé por ser tan especial y por querer ir a mesa puesta. Creo que fue así. Desde entonces nos dejamos de hablar y ninguno hizo nada por remediarlo. Por mi parte sólo puedo decir que quizá llevé mi postura al extremo, como suelo hacer siempre que me rayo.
Si lo medito bien, en realidad es un patrón que repito bastante, como si necesitase odiar a alguien para dar emoción a mi vida. Quizá odiar sea un término demasiado fuerte. Una palabra más justa sería detestar, aunque sea un sentimiento bastante intenso en el que me realimento hasta que me sacan de la histéresis. Esto va por fases. De repente le tomo manía a una persona hasta que encuentro otra a quien odiar. Y después como si no hubiese pasado nada. O casi.
Actualmente tengo a dos personas en mi lista negra; tres si incluimos a Gallardón y sus obras de la M-30 (cabronazo), pero casi que no cuenta porque no tengo trato con él. Posiblemente ni sean conscientes de lo poco que las soporto. Con una sé que se me pasará, aunque no me lo está poniendo fácil. Con la otra tengo mis dudas, aunque sé que si hiciera el esfuerzo también lo superaría. Pero no puedo y no sé si quiero. En el fondo tengo muy mala leche.
Ya se sabe el dicho "líbrame de las aguas mansas, señor, que de las bravas ya me libro yo". Una vez me dijeron que yo era así y creo que tenían razón. Más o menos.
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