En el trasbordo de Pueblo Nuevo una gran cucaracha había quedado atrapada en una de las rosetas de la pared, justo encima de la cinta transportadora. Estaba muerta, claro está, pero su simpática cara le confería cierto destello de vida. Desde ahí veía pasar a la gente a diario y yo la miraba a su vez (aunque los bichos siempre me han dado asco) con cierta fascinación y morbo por lo macabro. En cierto modo me reconfortaba encontrármela, como una compañera fiel que conseguía que mi existencia cobrara cierto interés dentro de mi intríseca apatía, y hacía que mi camino al trabajo fuese menos pesado.
Pero ella ya no está. Alguien eliminó su rostro y ahora sólo queda la carcasa pudriéndose continuamente.
La añoro.
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