miércoles, diciembre 20, 2017

El ángel caído


Él era dios para ella, la máxima expresión del amor, la inteligencia, la creatividad y la vida que ella podía ver en el mundo. Ella lo amaba más que a su ser, sin medida, y quería que él la amara de igual forma.
Ella quería ser como él, no para ser él, no para ser igual que él, sino para sentirse digna del amor y la atención de él, para saberse a su altura. Quería sentirse reconocida por él, aceptada por él, valorada, apreciada, incluso adorada. Quería ser trascendental para él, como él lo era para ella. Él era su todo, su mundo, su vida, su amor, su ilusión. Ella quería ser igual de importante para él, aunque se sentía tan pequeñita a su lado. A fin de cuentas, un ángel siempre es menor que un dios. Pero ella tenía la ambición de poder llegar a él igualmente, a pesar de las diferencias entre ellos.

Aunque ella lo intentó insistentemente y con ardor, no lo consiguió jamás. Él se ocupaba de marcar las distancias y señalar las barreras, y cada vez estaba más y más lejos. Por más que ella insistía, más lejos parecía él. Inalcanzable, como un dios. Distante, como un dios.

Pero ella lo amaba, y siguió intentándolo con todas sus fuerzas, aunque cada día le resultaba más difícil tratar de mantener el paso. Cada día sentía que tenía menos energía, cada día sentía perder un poquito más la fe en que podría conseguirlo. Le quedaba la Esperanza, esa pequeña cabrona que le susurraba al oído que siguiera adelante un poco más, que no se rindiera, haciéndole creer que aún había tiempo, que había posibilidades, que si seguía luchando podría conseguirlo.

Entonces sucedió que el corazón de ella se quebró. El dolor fue tan agudo que toda la presión que había estado soportando terminó reventando por las cicatrices que durante este tiempo había ido parcheando. Su corazón, tan fuerte tiempo atrás, terminaba por estallar en mil pedazos.

Y ella cayó del cielo, y el impacto hizo retumbar la tierra, y su sonido fue perceptible desde una gran distancia. Los testigos dirían que una estrella fugaz surcó el cielo en ese momento y se ocultó en el horizonte. Algunos pedirían un deseo de felicidad.

Tras el golpe llegó la realidad. Magullada y herida, acurrucada como un animalillo indefenso, su grandeza perdida. Ya no era un ángel, era un ser mundano más, mediocre, con el corazón hecho pedazos y las alas rotas. Sólo el dolor era real. El dolor era lo único que le permitía saber que seguía viva.
Mientras, él seguía allí arriba, tan hermoso y magnífico como siempre, pero ya no estaba a su alcance.

¿Qué hacer cuando eres un ángel caído?, se preguntó. Dejarse morir, o seguir viviendo aunque muerta en vida. Eligió la segunda opción. Se puso en pie y comenzó a caminar. Todo le parecía yermo y vacío en comparación. A veces levantaba la vista y veía a su sol brillar allí arriba, ajeno a todo lo de ella. Y ella no podía sino seguir admirando y amando a aquél. Siempre sería así.

Siguió caminando, sin rumbo, sin destino, sin guía, sin propósito, sin ilusión, ni pasión. Caminar por caminar. Siempre sola. “Hasta que el Hacedor me lleve”, pensó. “Quizás se apiade y me lleve pronto. Me gustaría convertiré en polvo, y mezclarme con la tierra. Puede que entonces mi cuerpo dé vida, y de mí crezca un árbol, y el árbol origine un bosque que dé cobijo a otras especies y animales. Mi triste vida no habrá tenido sentido, pero sí mi muerte”.

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