Cuando
era pequeña me gustaba jugar con los restos de aceite de las verduras. Con un
tenedor intentaba unir las gotas de aceite en una única burbuja y luego
separarla para volver a jugar. Era como un baile continuo de formaciones que
aparecían, cambiaban, o desaparecían. Tenía algo de hipnótico, aunque carecía
de trascendencia más allá de intentar lograr la supergota de aceite.
He
recordado esto hoy porque he encontrado un oasis en la oficina. Ha sido por casualidad.
Quería comer sola y no quería bajar al comedor. Quería estar sola de verdad, sin nadie a mi alrededor.
Así que he ido buscando una sala en plantas diferentes a la mía que poder
ocupar, y así me he topado con una sección del edificio aislada.
No era
una sala vacía, porque en ella se acumulaban sillas y mesas abandonadas. Me
recordaba a un viejo desván y, por algún motivo, me ha venido a la cabeza la
escena de “Blade Runner” donde la replicante Pris se hacía pasar por muñeca. Yo
misma era una replicante. Me he sentado en un rincón y he disfrutado del
silencio total que reinaba en la sala. Qué paz, qué tranquilidad. He disfrutado
mucho. Hasta he pensado en bajarme esta tarde a trabajar desde allí, aunque
desconozco las posibilidades de red.
He
encontrado un oasis, pero tiene carácter temporal, porque un día quizás no
lejano, esa sala se llenará con otras personas que necesiten un sitio donde
desarrollar su trabajo. Dejará de ser un oasis para convertirse en una sala
normal. Pero mientras dure, podré disfrutar de él. Quizás sean meses, semanas o
días. Quizás mañana haya desaparecido. Me gustaría poder controlar el proceso y
congelar el oasis en su estado actual, intentando que dure su magia. Pero está
fuera de mi alcance. Yo no controlo el baile, ni puedo influir en él. Sólo puedo esperar que dure, aunque sé de su condición efímera.
Al
menos habré disfrutado un día. No sé si esta idea me consuela mucho.
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