Llega la noche y no puedo dormir. Quizás sea la adrenalina del gimnasio que aún corre por mis venas. Puede que sea por puro estrés laboral. O tal vez mi mente quiera torturarme un poco con los acontecimientos de esta semana, y de paso con los de años y años de errores no perdonados.
Me tumbo en la cama, mi mejor amiga, rodeada aquellos que me confortan en la noche: la almohada, el monstruo de colores, una gata a mis pies, y a mi versión adulta. Me acurruco entre mis brazos y dejo que fluyan las torrenteras que nacen en mis ojos, confiando que arrastren la desvalorización la tristeza, la frustración, la impotencia, la desvalorización. Vaciarse antes de poder llenarse de nuevo. Morir para volver a nacer. Las mil muertes.
Siempre me ha parecido un poco patético eso de abrazarse y acariciarse uno mismo, Gollum a Smeagol, pero no hay más calor humano que el mío propio. Con suerte quizás genere suficiente oxitocina para apaciguar la ansiedad y quedar dormida, mientras me susurro las palabras que nadie pronunciará: te quiero, te amo, tú me importas, estoy contigo, cuenta conmigo, estoy orgulloso, eres valiosa, yo te cuido. Suavemente, como una madre, como un amante, como un ángel de la guarda. Como si yo fuera un pequeño tesoro que proteger, cuidar. Algo querido, valioso y amado.
Sigue aumentando la oxitocina. Caricia a caricia, palabra a palabra. Mi fiel compañera. La que vela mi sueño, la que cose los jirones, la que cura las heridas. Siempre ella, yo. Incansable, la que no se rinde, la que susurra «una vez más». Puro amor incondicional, pura entrega, puro compromiso, a pesar de los desplantes, las traiciones, las cobardías y las flaquezas. ¿De dónde proceden su fuerza y su fe? El amor es más fuerte que la oxitocina.
Y poco a poco voy cayendo dormida con la nana de su letanía: todo está bien, estoy a salvo, estoy conmigo y me amo.
Quizás hoy consiga bonitos sueños.
Me tumbo en la cama, mi mejor amiga, rodeada aquellos que me confortan en la noche: la almohada, el monstruo de colores, una gata a mis pies, y a mi versión adulta. Me acurruco entre mis brazos y dejo que fluyan las torrenteras que nacen en mis ojos, confiando que arrastren la desvalorización la tristeza, la frustración, la impotencia, la desvalorización. Vaciarse antes de poder llenarse de nuevo. Morir para volver a nacer. Las mil muertes.
Siempre me ha parecido un poco patético eso de abrazarse y acariciarse uno mismo, Gollum a Smeagol, pero no hay más calor humano que el mío propio. Con suerte quizás genere suficiente oxitocina para apaciguar la ansiedad y quedar dormida, mientras me susurro las palabras que nadie pronunciará: te quiero, te amo, tú me importas, estoy contigo, cuenta conmigo, estoy orgulloso, eres valiosa, yo te cuido. Suavemente, como una madre, como un amante, como un ángel de la guarda. Como si yo fuera un pequeño tesoro que proteger, cuidar. Algo querido, valioso y amado.
Sigue aumentando la oxitocina. Caricia a caricia, palabra a palabra. Mi fiel compañera. La que vela mi sueño, la que cose los jirones, la que cura las heridas. Siempre ella, yo. Incansable, la que no se rinde, la que susurra «una vez más». Puro amor incondicional, pura entrega, puro compromiso, a pesar de los desplantes, las traiciones, las cobardías y las flaquezas. ¿De dónde proceden su fuerza y su fe? El amor es más fuerte que la oxitocina.
Y poco a poco voy cayendo dormida con la nana de su letanía: todo está bien, estoy a salvo, estoy conmigo y me amo.
Quizás hoy consiga bonitos sueños.