Llegó a casa, cerró la puerta tras de sí, y se despojó del disfraz de adulta para quedarse en lo que realmente era: una niña pequeña, frágil, vulnerable, triste y asustada que había tenido un mal día. Se puso un camisón limpio y se acomodó en un nido de almohadas para echarse a llorar. La acompañaban sus fieles: el monstruo de colores, la vaca de rayas, una muñeca de pelo indomable, sus dos gatas, y quizás sus guías, que a veces le dejaban plumas a su paso para indicar su presencia. Ellos la acompañarían durante el desahogo, sin preguntar, sin juzgar, sin querer resolver, solamente con su presencia.
Echaba de menos el tacto humano, una caricia, un abrazo, una palabra afectuosa, pero al mismo tiempo lo rehuía. Era uno de esos momentos donde no se fiaba de la gente para nada. En su estructura de círculos, la mayoría habían ido a parar a uno de los más alejados, hasta que ella nuevamente pudiera permitir la proximidad y sentir que podía confiar mínimamente. No era tanto que no quisiera mostrar su vulnerabilidad, que también, más bien era que se sentía abandonada por ellos, como si la hubiesen traicionado. La traición era no aceptarla como era, pero también tomar demasiado sin dar a cambio. Así que se sentía sola, insuficiente y vacía. Ya no era una cuestión de autoestima, que también, era sentirse incapaz de satisfacer las expectativas de los demás para poder ser aceptada totalmente, para que la tomaran totalmente, en vez de ser un plan B, un kleenex, un pasatiempo, un recurso secundario.
Ella se había esforzado mucho por acercarse, por estar, por acompañar, por aconsejar, por consolar, pero no se sentía retribuida. Era dar pero no recibir. Y no es que quisiera un quid pro quo, pero a veces necesitaba recibir un poco, sentirse valorada y querida. Necesitaba sentir que merecía la pena, necesitaba sentir que la tomaban en serio. Pero entendía que ella nunca sería suficiente para ellos. Jamás sería suficientemente buena, ni inteligente, ni interesante, ni simpática, ni agradable, ni guapa, ni adorable, ni comprensiva, ni luchadora, ni valiente, ni arriesgada, ni generosa, ni entregada, ni tendría un estatus adecuado, ni siquiera el rol adecuado. No era nada importante, no era nadie relevante.
Aun así, a ella le gustaba su forma de ser, de pensar, de sentir, aunque nadie lo apreciase.
Lloró mucho en su nido de almohadas, como solía hacer. A veces sentía que ese nido era como un abrazo acogedor que la acunaba. No sabía qué hacer, ni por dónde seguir. Aunque quizás precisamente se trataba de eso: de no hacer nada más, de no esperar nada. Seguramente iba a perder mucho, pero no se puede perder lo que no se tiene. El dolor lo anestesiaba todo: daba todo igual. Es la muerte de la motivación, es la derrota del espíritu.
No tiene nada que ver, pero hoy 10 de septiembre es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Cada año 3500 personas se quitan la vida. Sigue siendo un tema tabú. No es cobardía, no es enfermedad, es pura desesperanza.
Echaba de menos el tacto humano, una caricia, un abrazo, una palabra afectuosa, pero al mismo tiempo lo rehuía. Era uno de esos momentos donde no se fiaba de la gente para nada. En su estructura de círculos, la mayoría habían ido a parar a uno de los más alejados, hasta que ella nuevamente pudiera permitir la proximidad y sentir que podía confiar mínimamente. No era tanto que no quisiera mostrar su vulnerabilidad, que también, más bien era que se sentía abandonada por ellos, como si la hubiesen traicionado. La traición era no aceptarla como era, pero también tomar demasiado sin dar a cambio. Así que se sentía sola, insuficiente y vacía. Ya no era una cuestión de autoestima, que también, era sentirse incapaz de satisfacer las expectativas de los demás para poder ser aceptada totalmente, para que la tomaran totalmente, en vez de ser un plan B, un kleenex, un pasatiempo, un recurso secundario.
Ella se había esforzado mucho por acercarse, por estar, por acompañar, por aconsejar, por consolar, pero no se sentía retribuida. Era dar pero no recibir. Y no es que quisiera un quid pro quo, pero a veces necesitaba recibir un poco, sentirse valorada y querida. Necesitaba sentir que merecía la pena, necesitaba sentir que la tomaban en serio. Pero entendía que ella nunca sería suficiente para ellos. Jamás sería suficientemente buena, ni inteligente, ni interesante, ni simpática, ni agradable, ni guapa, ni adorable, ni comprensiva, ni luchadora, ni valiente, ni arriesgada, ni generosa, ni entregada, ni tendría un estatus adecuado, ni siquiera el rol adecuado. No era nada importante, no era nadie relevante.
Aun así, a ella le gustaba su forma de ser, de pensar, de sentir, aunque nadie lo apreciase.
Lloró mucho en su nido de almohadas, como solía hacer. A veces sentía que ese nido era como un abrazo acogedor que la acunaba. No sabía qué hacer, ni por dónde seguir. Aunque quizás precisamente se trataba de eso: de no hacer nada más, de no esperar nada. Seguramente iba a perder mucho, pero no se puede perder lo que no se tiene. El dolor lo anestesiaba todo: daba todo igual. Es la muerte de la motivación, es la derrota del espíritu.
No tiene nada que ver, pero hoy 10 de septiembre es el Día Mundial para la Prevención del Suicidio. Cada año 3500 personas se quitan la vida. Sigue siendo un tema tabú. No es cobardía, no es enfermedad, es pura desesperanza.
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